Hablar de un ser tan complejamente sensible como la escritora Ana Ruth Gilligan, es conjugar la negación de los sucesos con el trágico aceptar vivencial y literario de una pluma salpicando pinceladas drásticas del pasado colombiano. De una ignorancia malévola, premeditada que subsiste en forma de prejuicios oscurantistas más o menos alevosos.
Mientras su cuerpo pretendía huir del horror, de los recuerdos, del daño gratuito promulgado por los alcabaleros de una muerte a punta de las camándulas de la religión del amor, Ruth –como le llaman sus más cercanos- se la pasaba volviendo con la mente, el alma, a los distintos lugares. La cultura estadounidense donde intentó construir el solar del éxodo semi voluntario, quiso hablarle en un idioma ajeno. La protegió, sin darse cuenta, hasta de los lugares. De las escenas increíbles que se recrean en libros como “Regresos” o “La muerte de un pueblo”, jamás. Las canciones podían ser distintas; la melodía original del gramófono mnemotécnico, no.
Quizás por ese motivo retornó, aunque sea para intentar partir otra vez, hacia el corazón de una Colombia que dista de ser la de sus sueños, aunque en algo cercana a los dolores por los cuales migró al desarraigo, como una paloma del blanco color de su piel con las alas derramando sangre que al caer al suelo, alguien transformó en tinta negra por esas cosas de la alquimia de la palabra. De allí la mutación en dolor, amor y certeza, aunque nunca se describa el lugar exacto donde tuvo lugar la pena, el martirio, la frustración de un alma buena, lejos y cerca del concepto de Dios por encarnar el bien.
Como hizo Tina para encontrar consuelo de los golpes de su esposo de entonces, Ike Turner, Ruth halló dentro del budismo una paz interior parecida a la de La Habana, pero en otros términos. No busca más explicaciones. ¿Gloria inmarcesible?, ¿júbilo inmortal? Sólo surcos de dolores, con el mal poniendo “carita de madre”. Cuentan que los escritores jamás podrán ser felices. Les resulta imposible, porque como diría el entrañable malparido de Federico Nietzsche, los hombres, la vida, son incapaces de complacerse mutuamente. La verdad, los motivos, yacen en los libros de Ruth con escasos argumentos bíblicos, pero articulados a episodios contundentes de la objetividad haciéndolos ciertos.
Por eso este reportaje. Para comprender la grandeza, el drama, el orgullo que implica llamarse Ana Ruth Gilligan, de vivir para contarlo. Pero sobre todo, de ser escritora y poseer el arte de describirlo todo con lujo de detalles.
Entrevista y escribe: CARLOS ALBERTO RICCHETTI*
*Periodista, escritor, poeta y cantautor. Director general de Diario EL POLITICÓN DE RISARALDA y de su suplemento, ARCÓN CULTURAL. Integrante de ¡UYAYAY! COLECTIVO POÉTICO, además del CÍRCULO DE POETAS IGNOTOS.
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